Quien puede lo más, puede lo menos. Si decimos que la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia, también lo es de la catequesis.

A modo de referencia histórica, ya en 1947, el papa Pio XII, en Mediator Dei señalaba la liturgia como fuente y culmen de la vida de la Iglesia. El Concilio Vaticano II retoma esto e indica que la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia (cfr. SC 10; LG 11).

Del mismo modo, el Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia a esto (cfr. CIC 1324).

Cuando hablamos de Eucaristía como fuente y culmen estamos haciendo referencia a la Misa, no solo el pan consagrado. Es decir, propiamente la Eucaristía es la Misa, de principio a fin. Y cuando decimos que es fuente y culmen, esto significa que por allí comenzamos y allí terminamos. En otros términos, es principio y fin, alfa y omega. Como catequistas debemos tener presente que un verdadero maestro no desprecia el “a-b-c”. Un maestro va a lo básico y profundiza desde ahí.

Dice San Pablo en la carta a los Romanos (Rm 10, 9-15) que quien invoca el nombre del Señor se va a salvar. Pero para invocarlo debemos creerlo, para creerlo debemos escucharlo, y para escucharlo alguien debe predicarlo. De esta manera, el catequista es quien predica para desencadenar: escucha, fe, profesión, salvación. Y esto culmina en la Eucaristía.

La catequesis es katechein, es decir, instruir de viva voz, de boca en boca. Echo significa “eco”, o sea que el catequista es el que ofrece una resonancia personal de la Palabra. La recibe de otro, se la apropia y la proclama según su forma y manera. Es lo que ocurre en Pentecostés (cfr. Hech 2, 1-11), donde el Espíritu inspiraba a los Apóstoles a anunciar, y ese anuncio era recibido en las más diversas lenguas. Esta resonancia nos invita a pensar cómo recibe cada uno la Buena Noticia. No puedo transmitir el Evangelio al margen de mi lenguaje propio. Al mismo tiempo, no puedo poner mi lenguaje propio por sobre el mensaje recibido, porque somos testigos, somos caja de resonancia, no somos el centro de lo que se anuncia.

Ahora bien, en nuestra misión, ¿la Eucaristía es fuente y culmen? Algo que debe llevarnos a discernir sobre nuestra catequesis es que muchos chicos abandonan la Eucaristía apenas reciben la primera comunión. En muchos casos es la primera y la última comunión. Por otro lado, llegan a esa primera comunión sin familiaridad con la liturgia, y muchas veces llegan ajenos y extraños a esa primera comunión, como analfabetos eucarísticos. Es importante pensar cómo hacernos cargo de esto.

Por otro lado, es necesario entender que la catequesis como tal, en abstracto, no existe: existen catequistas, catecúmenos y encuentros catequísticos. Y aquí podemos preguntarnos: nosotros, como bautizados, ¿vivimos la Eucaristía como fuente y culmen? Una cosa es si asistimos a Misa, y otra distinta es si la Misa es fuente y culmen. Esto constituye un estímulo a crecer. Y cuanto más eucarísticos seamos, más eucarísticas serán nuestras catequesis.

Espiritualidad y Eucaristía
Si la catequesis quiere tener a la Eucaristía como fuente y culmen, resulta indispensable el desarrollo de una espiritualidad eucarística. La Iglesia nos dice “este es nuestro tesoro”. No se trata de “asistir” a Misa, eso es el piso, sino de participar en plenitud. El desafío entonces es conocer, amar y vivir la Eucaristía.

En las palabras de la consagración se expresa gran parte del misterio de la Eucaristía. El sacerdote dice que Jesús: dio gracias (1), lo partió y lo dio (2), dijo “esto es mi Cuerpo” (3), y también “tomen y coman – tomen y beban” (4).

Dio gracias – Eucharistía

Eucharistía etimológicamente significa “acción de gracias”. Jesús dio gracias. ¡Qué importante es tener una existencia agradecida! Jesús, lleno de gozo, en éxtasis, alaba y agradece al Padre (cfr. Mt 11,25-28). Como cristianos estamos llamados a arraigarnos en esta alabanza o gratitud. Como señala San Pablo, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? (cfr. 1 Cor 4, 7). Todo es don, y por eso corresponde ser agradecidos. ¿Somos agradecidos o vemos el vaso medio vacío? Es la espiritualidad del Magnificat (cfr. Lc 1, 46-55). Por eso es necesario pedir a la Virgen esta gratitud, una gratitud que nos haga estallar el corazón de alegría. Qué diferente será anunciar con un corazón explotado de alegría, a diferencia de hacerlo porque “debemos hacerlo”.

Lo partió y lo dio – Entrega

Estas palabras nos llevan a pensar en la entrega. De un corazón agradecido sale naturalmente la entrega. La entrega brota como un manantial que se derrama naturalmente.
Esta entrega se vuelve ofrenda y sacrificio. El sacrificio se asocia comúnmente al sufrimiento. Pero lo propio del sacrificio es hacer algo que te una a Dios. San Agustín, entre otros hacen referencia a esto. Lo propio del sacrificio es la ofrenda, la entrega, no el sufrimiento en sí. Y la entrega llega al sufrimiento, pero está primero la oblación, el entregarse, ya sea brindando tiempo, afecto, dinero, fuerza, esfuerzo físico y mental, etc. Este darse y ser expropiado también puede manifestarse en la mortificación, donde podemos dar muerte a nuestros egoísmos para entrar en la vida del Resucitado.

Cuando la Eucaristía es fuente y culmen, vivimos de la entrega de Cristo, que se parte y se reparte por nosotros. Entonces el cristiano aprende a expropiarse. Un cristiano está expropiado, porque es alguien que no se pertenece. El que pierda su vida, la encontrará (cfr. Mc 8, 35). Si te aferrás a la vida, la perdés. Si la ponés en manos del Padre, te reencontrás a vos, a Dios y a todos los demás.

Jesús en la Última Cena se saca el manto, se agacha y lava a los pies. Este gesto resume la Eucaristía: servicio de amor, lavado de amor. Por eso, si soy eucarístico no puedo estar “pancho por la vida” en la que todo gira en torno a mí, sino que me soy capaz de hacerme cargo del hermano caído, como el buen samaritano (cfr. Lc 10, 30-37). Para configurarnos con este Jesús repartiendo-se se necesita la gracia.

Esto es mi cuerpo – Presencia
Jesús dice esto “es” mi Cuerpo. Habla de una Presencia. Aquí cobra fuerza no ya el entregarse, sino el “estar”.

Y este estar implica una exposición. Hoy se da mucho un cierto tipo de exposición que es un culto de la personalidad, un culto del figurar, que genera un reconocimiento barato y ponemos nuestra autoestima en eso. Aquí vemos mucha exposición, pero poca presencia. Jesús, con su Presencia, nos llama a una exposición con presencia. Presencia que corra el velo, que revierta el esconderse u ocultarse que se da en el pecado del hombre (cfr. Gn 3, 10). Podemos desnudarnos físicamente en nuestra vida cotidiana, y al mismo tiempo estar escondiendo nuestra interioridad, lo más profundo que somos.

Estamos llamados a una sana exposición, un sano dar un paso al frente. El agradecido dice “acá estoy”, quiero dar una mano y compartir esta gracia que recibí.

Al final del Evangelio de Mateo (cfr. Mt 28, 20), Jesús dice “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”. Termina su misión recordando Su presencia, no como un dato anecdótico sino esencial: es el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Necesitamos una espiritualidad de la presencia, de la perseverancia y la permanencia. Esto nos permite construir sobre roca (cfr. Mt 7, 24-25), porque la permanencia en Cristo es la que nos permite esta presencia con densidad. Viviendo de la Eucaristía, aprendemos a estar. Del “esto es mi Cuerpo” aprendemos a decir “acá estoy”. Y nos abre a amar con sinceridad, donde me encuentro con otro. A veces nos sumergimos en una cultura falsa en la cual digo lo que el otro quiere escuchar. Y no hay cruce con el otro, sino que gambeteamos la cruz. Un buen catequista no gambetea la cruz, sale al cruce y dice lo que debe ser dicho. No dice para agradar, porque vive de una Presencia (y presencia significa verdad).

Coman y beban – Comunión
Coman, esto es mi Cuerpo. Beban, esta es mi Sangre. Aquí se da un abrazo, una comunión, un encuentro. Una verdadera comunión se cimenta en la verdad, no en la mentira, y nos lleva a hablar de corazón a corazón.

El cristiano vive de la solidaridad eucarística. “Solidaridad” es una palabra grande con riesgo de perderse. Proviene del latín solidus, sólido, compacto, entero. En Cristo formamos un todo, somos uno. La eucaristía engendra fraternidad: hermanos porque hijos del mismo Padre, y porque comemos del mismo Pan. La Iglesia es cuerpo de Cristo desde la Eucaristía. Como dice San Pablo, si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es glorificado todos se alegran con él (cfr. 1 Cor 12, 12-27).

Nuevamente: estamos llamados a vivir esta solidaridad y fraternidad desde la Eucaristía. A veces lo vivimos desde el mero deber, “tenés que…”, pero esto se experimenta y se contagia en la Eucaristía. Es necesario ir de la liturgia a la vida y de la vida a la liturgia.

San Pablo dice: me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos (1 Cor 9, 22). Ensancha su corazón. Hace el esfuerzo con todos, sabiendo que solo algunos vendrán. Y esto es un desafío para los que somos catequistas: ¿cómo yo me hago adolescente, sin entrar en la “edad del pavo”? Nuevamente se hace necesaria la kath-echein, la resonancia personal, el salir de mí y sentir con el otro (empatía).

Catequesis eucarística

No hay vida cristiana sin Eucaristía. Esto es necesario remarcarlo. Después llega la catequesis eucarística, pero primero viene el vivirlo.

Yendo a la praxis catequística podemos trabajarlo en el marco mismo de la Misa. Se aprende a ser eucarístico celebrando cada vez mejor la Eucaristía.

Benedicto XVI (en Sacramentum caritatis, 64) habla de una catequesis mistagógica. Así como la Ped-agogía conduce a los niños, la Mist-agogia nos conduce a los misterios. En los primeros siglos de la Iglesia fue así: la catequesis la daba el obispo (quien es el primer catequista) en el tiempo anterior y posterior a la Pascua. Lo que hacía era comentar la liturgia. Es decir que no era una catequesis abstracta, sino que lo que instruía oralmente era parte de lo que la asamblea estaba viviendo. Se daba en el marco de la oración y la celebración.

Nadie cuestiona esta catequesis. Hace 20 siglos funciona, pero somos lerdos en ir por ese camino.

Benedicto da 3 claves de esta Mistagogia:

1. Explicar el significado histórico-salvífico de los ritos. Conectar lo que acabamos de vivenciar con lo que ocurrió en la historia de la salvación.
2. Conectar el rito con el signo mismo. Explicar el rito en su dimensión natural, porque llega a cualquier hombre. Así, el catequista instruye en algo que el otro ve, pero no puede desentrañar. Y el catequista explica, dando sentido al rito.
3. Conectar rito con la vida cristiana. Cómo se replica y se hace actual esto que celebramos.

Esta catequesis mistagógica nos permite recurrir a la experiencia, porque la hacemos in situ, no de modo abstracto. Por ejemplo: en la Misa se da un encuentro. Podemos recurrir al primer paso aludiendo a la tienda del encuentro, donde Moisés se encontraba con Dios. En el Nuevo Testamento podemos hablar de la Iglesia –¡y de Cristo mismo!– como la nueva tienda del encuentro. También podemos hablar del cenáculo.

En un segundo paso, podemos hablar del encuentro vital: qué significa humanamente el encuentro. De esta manera unimos el binomio naturaleza-gracia. No renegamos de la naturaleza, no la traicionamos. Esto es muy importante y hay que hacerlo ver. Es vital que el catecúmeno entienda que no debe renunciar a su naturaleza para ser cristiano. Más bien lo contrario: la fe lleva a plenitud nuestra naturaleza. Lamentablemente el prejuicio cultural es otro. Pero la experiencia mistagógica refuta ese prejuicio, ese relato.

Y en el tercer paso, ¿cómo replico en mi vida cristiana encuentros de otro orden? Pablo llama la atención a los cristianos que se juntan a celebrar pero que en el fondo cada uno anda en la suya (cfr. 1 Cor 11, 17-34). Cuanto mejor celebra la Misa, mejor preparado voy a estar para una cultua del encuentro.

Por último, San Juan Pablo II, en Ecclesia de Eucharistia dedica un capítulo a María como mujer eucarística, como la Mujer por excelencia que vive el misterio de la Eucaristía. Primero necesitamos catequistas eucarísticos. Y cuando lo seamos, vamos a hablar de ello con naturalidad y amor.

P. Andrés Di Ció
Sacerdote de la arquidiócesis de Bs. As. Doctor en Teología